sábado, 28 de abril de 2012

Poetica Educativa (La creatividad y la escuela)


Enrique Espinoza pinales

Cuando participe por primera vez, a mediados de los ochenta, en el Plan de Actividades Culturales de Apoyo a la Educación Primaria (PACAEP) analizábamos un texto que llevaba por título Escuelas o prisiones. Era un texto testimonial en la que un niño se quejaba amargamente de los atropellos que sufría en manos de su maestra, quien ante el más mínimo motivo descargaba toda su ira y frustración en ellos, sus propios alumnos, y  le preguntaba inquisitivamente a su padre sobre la existencia de una escuela distinta en la que la alegría y la felicidad de los niños sean más importantes que la disciplina y el cumplimiento rígido de los programas, una escuela en la que sean respetados y queridos, en la que aprendan en un ambiente de  confianza y libertad.

Al analizar el texto y empezar a discutirlo con los demás compañeros inevitablemente teníamos que hacer una introspección y revisar críticamente nuestra historia personal como maestros. Era un ejercicio de reflexión que nos confrontaba con nosotros mismos. Muchos por primera vez, después de varios años de servicio nos interrogábamos sobre nuestra práctica profesional, sobre el sentido y la trascendencia de nuestro trabajo como educadores, sobre lo absurdo e inútil de muchas actividades mecánicas y monótonas, sobre las diferentes formas que adopta el autoritarismo y la represión en el aula, y sobre todo la carencia de elementos formativos como la imaginación y la creatividad en el ambiente escolar y en las practicas institucionales.  

Para muchos maestros el participar en este programa fue el inicio de una serie de reflexiones que nos permitieron redimensionar nuestro papel como educadores y empezar a cuestionarnos a nosotros mismos como parte de un engranaje que muchas veces funciona sin rumbo claro y arrastrando una gran cantidad de inercias.

Una de las lecturas más reveladoras que confirmaron gran parte de mis intuiciones sobre el papel que juega el currículo oculto en la formación de nuestros alumnos como futuros ciudadanos fue el libro La vida en las aulas de W. Jacksón.  En este libro se establece una analogía dramática entre las escuelas y las prisiones. El autor argumenta que al niño en la escuela se le pone bajo observación y se le prescriben una serie de normas y códigos para que su conducta sea la deseable en una sociedad utilitaria, que requiere individuos dóciles y funcionales para engrosar las filas de la masa trabajadora.

Al educando desde temprana edad se le somete a un entrenamiento que valida y promueve el desarrollo solo de ciertas capacidades y atributos, aquellos de los cuales la sociedad espera extraer una utilidad. Para tal fin no se contemplan ni la imaginación ni la creatividad como aspectos valiosos en el desarrollo de la personalidad y la vida social de los futuros ciudadanos.

El sistema educativo Mexicano ha ignorado por mucho tiempo el papel de la creatividad  y la imaginación en los procesos educativos y  junto con ello la necesidad de crear ambientes educativos en la que los niños vivan la experiencia de aprendizaje como un hecho significativo y disfrutable. En nuestras escuelas persiste una práctica educativa tradicionalista que condena a los educandos a adoptar una actitud pasiva, como simples receptores de los contenidos educativos. Este tipo de educación se distingue por su verbalismo, y por el carácter vertical y antidemocrático de sus métodos. A pesar de todos los intentos de modernización y de todas las vanguardias pedagógicas las escuelas en muchos aspectos siguen siendo reductos feudales donde se aprisionan los cuerpos y las almas de los niños.

Veamos algunos ejemplos de prácticas educativas tradicionalistas con un breve decálogo de reglas:

Regla número uno: “Quieto, callado y sentado”.
Al niño en la escuela se le enseña que para que pueda aprender, tiene que permanecer sentado,  quieto y callado por horas enteras escuchando pasivamente las palabras del maestro y siguiendo las instrucciones sobre qué hacer y cómo hacerlo. Los salones suelen ser lugares áridos y grises en las que encontramos hileras de butacas derechitas y grupos de niños muchas veces clasificados por sexos o por aprovechamiento. Los salones y el mobiliario están diseñados para que los niños trabajen sin el más mínimo movimiento  y en estricto orden. Así el mundo y la vida, esa realidad que al niño le genera tantas interrogantes se aborda en el encierro de un salón de clases a través de la palabra del maestro y la consulta casi exclusiva de los libros de textos. El niño tiene la necesidad y el deseo de entender el mundo y la existencia desde su propia perspectiva, quiere apropiarse de él con sus propias herramientas conceptuales y la escuela solo le ofrece reglas disciplinarias. La necesaria interlocución que se requiere para generar conocimientos significativos termina siendo un largo y permanente monologo en la que el niño se resigna a prescindir de su propia voz. En esta absurda manera de abordar tan compleja temática las preguntas pierden razón de ser.

Regla número dos: “Escucha atentamente y obedece siempre al maestro”.
Derivado de lo anterior en donde el niño se le condena a asumir un papel pasivo, como un simple receptor de conocimientos se deduce que hay que aceptar las cosas tal y como se las ofrecen, no hay nada por descubrir, la cultura y los conocimientos son cosas demasiado hechas, que lo único que le queda es recopilar la información  y archivarla en sus mentes en un estricto orden hasta el momento en el que se tenga que canjear por un símbolo numérico, que según sean los resultados puede ser un premio o un castigo. No es necesario asomarse fuera del salón de clases, la vida y la escuela son dos cosas muy distintas, y los conocimientos los dicta el maestro y están depositados en cierto tipo de libros. Se sacraliza el acto de aprender y los conocimientos se vuelven fetiches librescos. Desde muy temprana edad se empieza a perder la conciencia de que este mundo es una creación humana. Cuando el niño se ve obligado a realizar una serie de actividades de manera mecánica sin interrogarse sobre su sentido y utilidad entonces  el acto de aprender se vuelve un simple hábito carente de toda emoción. Al niño, el mundo y las herramientas conceptuales para acceder a sus misterios como son la ciencia, la tecnología y el arte le empiezan a parecer cosas extrañas y totalmente ajenas a su vida cotidiana.  

Regla número tres: “La escuela es algo muy serio, no es un juego”.
Las prácticas educativas tradicionalistas juegan un papel muy importante en la eliminación de la capacidad de asombro del niño como palanca del fenómeno cognoscitivo y el desarrollo de toda una serie de capacidades humanas. El aprendizaje divorciado del juego y de los intereses básicos del niño se convierte en un acto vacío que no tienen nada que ver con la curiosidad de entender las cosas de la vida.  El  juego, ese mecanismo natural de integración, desarrollo y socialización de todos los infantes del universo no tiene espacio ni tiempo en la escuela. El niño llega a comprender que el asistir a la escuela es una obligación que no incluye el gusto o placer por aprender. Desafortunadamente  es en la escuela en donde los niños aprenden rápidamente a dejar de ser niños renunciando a sus intereses lúdicos y al enorme deseo de penetrar en los misterios de la existencia. Desaparece entonces la experiencia estética de los procesos cognoscitivos, la emoción del descubrimiento, el placer de saberse parte activa de este mundo. La magia  es expulsada del salón de clases.

Regla número cuatro: “Lo importante es que pases los exámenes, ahí esta el éxito”
El aprendizaje como un trámite burocrático esta sujeto a una fiscalización en la que los exámenes se convierten en un fin en sí mismos, los exámenes son el símbolo de la aceptación y el éxito en el plano personal y social, o en el peor de los casos el de rechazo y estigma de la familia y de la sociedad. A pesar de tantas reflexiones de especialistas e investigadores sobre el papel de la evaluación en los procesos educativos los exámenes siguen siendo el látigo para los insumisos o para los incapaces de asimilar las reglas de la vida escolar. Cuando el niño o el joven asumen con naturalidad y sin conflictos que lo más importante de asistir a una escuela es aprobar los exámenes, como peldaños en una secuencia de obstáculos, como una penosa e insufrible obligación, independientemente del sentido y la relevancia de los conocimientos, es cuando se  inicia el camino hacia la adaptación social como uno más de un conglomerado social carente de rostro y sin voluntad, a quien le diseñan la existencia.

En este sentido la educación tradicionalista, como dice G. Bertín se caracteriza principalmente por ser un instrumento alienante, y responsable en gran medida del deterioro de las facultades del ser humano y el que sus expectativas de vida se reduzcan al mínimo.

La escuela necesita urgentemente una transformación de fondo que subvierta sus estructuras y dinámicas, que reinvente el hecho educativo sobre bases totalmente nuevas a partir de una introspección critica de los propios maestros que asuman la tarea de propiciar la creación de espacios que estimulen la inventiva, la espontaneidad, y la alegría de crecer junto con los educandos. La escuela debe dejar de ser una fábrica de seres mutilados, de seres disminuidos en sus potencialidades para convertirse en un lugar en el que sea posible construir la utopía del artículo tercero, la formación de seres integrales. Es necesario, en resumen una practica educativa con un fuerte aliento poético.