Enrique
Espinoza Pinales
“gané
el uso de la razón perdí
el uso del misterio”
Gabriel
Celaya
La
creatividad es considerada por muchos como la loca de la casa, la que hace
cosas descabelladas que sorprenden a todo mundo. Los artistas saben
perfectamente que es el ingrediente imprescindible de su quehacer, toda la obra
artística descansa en los procesos creativos, no se puede dar ni un solo paso
sin ella. Pero la creatividad esta presente no solo en la actividad artística
sino en muchas actividades de la vida cotidiana y en muchas personas que sin
ser artistas la utilizan con frecuencia. Quizás no este de más insistir que la
creatividad no es patrimonio exclusivo de los artistas.
Hoy en día la creatividad se ha convertido
en una moda, todos hablan de ella como
un producto de actualidad que se puede aplicar a todos los campos de la vida
moderna, principalmente a las actividades productivas y a todo tipo de negocios, supeditándola a la
lógica de la ganancia mercantil y desconectándola de su potencial para poner en
marcha su capacidad transformadora. La creatividad como mercancía se banaliza y se convierte en
brillo de diamantinas de seres tan vacíos y superficiales como el producto que
venden.
En una sociedad que ha fomentado el utilitarismo
y la implacable lógica de la ganancia pudiera parecer que ser creativo tiene un
alto costo material y económico, pero la verdad es que el principal costo es
humano y tiene que ver fundamentalmente con una buena inversión de voluntad y
con la firme convicción de modificar nuestras
actitudes y principios que redunden necesariamente en el sentido de todo
lo que hacemos y de toda nuestra existencia.
Poner en marcha un proceso en el que el
componente principal sea la creatividad no es cosa ni rápida ni fácil, es,
habría que reconocerlo, algo complejo. Dicho en pocas palabras, es iniciar un
proceso de transformación personal desde adentro, es reacomodar todas las
piezas que conforman nuestra personalidad, lo cual implica desaprender y
reaprender muchos elementos de nuestros esquemas conceptuales y perceptivos, y a partir de
ello reconstruir la visión de nosotros mismos, de los demás y de la existencia
en su totalidad.
Todo
esto lo saben muy bien los artistas, los verdaderos artistas, no los que han
hecho de la actividad artística una pose y se han tragado la patraña de que son
seres superiores que cuando caminan no tientan el suelo. No es a estos a los
que me refiero, es a los que a través de la actividad artística han
desarrollado una visión y una vocación como seres humanos.
La actividad artística en nuestras sociedades
enfermas de pragmatismo tiene que sortear muchas y difíciles encrucijadas, de
tal manera que quienes practican la creatividad como un estilo de vida o como
parte de su oficio o profesión desafían el principio supremo de “cuánto tienes,
cuánto vales”. Al artista, al loco de la casa se le ha visto como un
malabarista de las palabras y de las
imágenes, alguien que dice o hace cosas bonitas pero que no producen dinero.
El artista se aparta de los caminos demasiado
pisados y escoge veredas desconocidas y misteriosas, en el delirio de la
búsqueda, del descubrimiento, de esa pasión por lo desconocido. Beckett hablaba de la tarea de los artistas
de “horadar agujeros” en el lenguaje para ver y oír lo que se oculta detrás.
El artista es algo así como un brujo o vidente
que persigue a las sombras y los fantasmas de la existencia para interrogarlos,
en esa persecución se convierte en una
especie de extranjero en su propia tierra que se ve en la necesidad de
inventar otros lenguajes con los cuales pueda comunicarse con esa etérea e
inasible realidad creando ilusiones y diciendo todas las mentiras que sean
posibles para poder vislumbrar lo cierto, lo verdadero. El artista no solo
persigue sombras y fantasmas también las crea, les da vida con tal de mantener
el deseo de desnudar constantemente el misterio de la realidad.
El artista vive en la paradoja de amar la verdad diciendo mentiras, y es que el
trabajo del artista es crear mundos ficticios y
despertar las capacidades perceptivas del observador poniéndole alas a
la imaginación. El arte desconfía de la
racionalidad fría y calculadora, de las verdades abstractas e inamovibles,
apela a la sensibilidad y a las emociones del ser humano como otra dimensión
del conocimiento.
“El
verdadero artista es un visionario” dice Patricia Cardona en su obra “la
percepción del espectador”, es alguien que descubre lo nuevo de lo ya conocido,
en ese sentido es un eterno curioso que se afana por ver lo que nadie ve.
El artista mantiene viva la capacidad de asombro, capacidad innata del ser humano
que se manifiesta en toda su plenitud en la infancia. El niño es curioso por
naturaleza, como un recién llegado al mundo. La vida es un misterio que reclama
su atención, quiere comprenderlo todo,
le inquietan las razones de la existencia, por esa razón preguntan a cada
instante el por qué de las cosas. El conocer para el niño es una aventura que
le produce satisfacción y placer, y en esta tarea tiene como recurso y aliado
el enorme poder de su imaginación. La curiosidad del niño como motor del acto
de conocer esta ligado estrechamente a sus intereses lúdicos. Juego y
curiosidad forman un todo indisoluble.
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